REFLEXIONES EPISTEMOLÓGICAS EN HISTOGRAFIA. EL MODELO DE LOS ESPACIOS CONTROVERSIALES

Autor: Héctor Federico Roda

(FHyCS -UNJu)


DESARROLLO

Historiografía del siglo XX: Esbozo acerca del panorama actual

En historiografía, es un hecho que en estos últimos tiempos se ha emprendido una importante tarea de reflexión sobre el estado actual de la disciplina y de las perspectivas futuras. Esta reflexión comprende, adentrarse en presupuestos filosóficos y epistemológicos, a fin de recapitular su pasado y presente, en vistas a su configuración futura. Pareciera que el estructuralismo, e inclusive el marxismo, que otrora cautivaran a grandes pensadores, científicos y en particular historiadores, hoy constituyen grandes deudores a la hora de ofrecer herramientas para comprender, y hasta para “transformar” el mundo. En efecto, el surgimiento de posturas, un tanto novedosas, o replanteos teóricos y metodológicos, dan cuenta del estado de crisis de los modelos científicos de la modernidad, y a la vez del estado de búsqueda de muchos de los actuales historiadores. Sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial es cuando éstos agitarán con fuerza el debate acerca del estatuto epistemológico de la historia.

Entre las variadas posturas encontradas, tenemos aquellas que acercan la historia más a las ciencias que al “arte”, y otras que sintonizan más con esta última. Desde una corriente positivista, como la de Carl Hempel, se recomienda la aplicación de dichos principios filosóficos, para que la historia llegue a constituirse una auténtica ciencia. Por otro lado, pasados los años cincuenta, fueron surgiendo nuevas corrientes historiográficas que abandonan la línea de la historia-ciencia y se embarcan en la visión de la historia como forma de “relato”. El hecho de que en los tiempos “posmodernos” se cayeran los “grandes relatos” y con ellos, la confianza ciega en las ciencias, sobre todo en lo que respecta al “progreso”, ha llevado a que ésta se mueva en direcciones nuevas.

Este movimiento adquiere forma de “giro lingüístico”, de “decontrucción”, “ruptura epistemológica”, “retorno de lo narrativo”, etc. Lo que sí puede apreciarse es que está muy lejos de ser armonioso y sincronizado, puesto que el ritmo de los debates y las propuestas de nuevos enfoques son bastante dispares, según sea el lugar de su producción. Son, por lo tanto muy distintos los caminos que actualmente recorre, por ejemplo, la historiografía francesa, la alemana o la norteamericana.

Si realizamos una mirada hacia el pasado en la historiografía, podremos observar que en términos de legitimación y justificación del saber, los historiadores han debido construir herramientas y a la vez estrategias que permitan considerar el domino del saber histórico. Bástenos citar, a modo de ejemplo, la búsqueda por justificar la cátedra de historia en la universidad de Berlín en 1810, en la que Rankel debate con Hegel para aislar del dominio de la filosofía de la historia, este saber específico que intenta “resucitar el pasado”. O también los esfuerzos por justificar la autonomía del saber histórico frente a la sociología en Francia del S. XIX, cuando se reprocha a la historia de constituir un saber excesivamente descriptivo y con una gran defecto de rigor científico.

Estos momentos de reflexión en la disciplina, han llevado a que los historiadores deban construir, nuevamente, como en aquel contexto, nuevas estrategias de legitimación de sus propios saberes, considerados por algunos, más científicos y menos “literarios”.

Es así como nos adentramos a una historiografía de siglo XX en la que el debate interno se centra en saber si depende más de la “ciencia” o del “relato”. Es un tiempo de controversias teóricas tales como las expuestas por Lucien Febvre, o también por Fernand Braudel quien denuncia la “historia-relato”, contraponiendo a esta historia de “corto tiempo” una historia más científica de larga duración; y finalmente, el retorno al relato postulado por Lawrence Stone.

En definitiva, la historiografía se juega un estado de búsqueda y definición de su propio estatuto epistemológico, y con él su propia identidad. Pero este movimiento tan dispar en el que se entrecruzan, disputan, y hacen alianzas distintas teorías, se origina en la moderna concepción del tiempo como un proceso, que no es tan solo transcurrir cronológico, sino acción hacia adelante. Como señala Kosselleck, “el futuro ilumina el presente y el pasado”. Esta concepción del tiempo progresivo, maduró en el siglo XIX en tres formas distintas de entender y de tratar el hecho histórico: la artística, la filosófica y la científica. Y dio como resultado, una disciplina que en la actualidad se presenta con características tan variadas que, mientras algunos se refieren a ella como crisis de identidad, tal como lo desarrollara Gerard Noiriel; otros prefieren apreciarla como signo de vitalidad.

En su obra “Sobre la crisis de la Historia”, Noiriel expresa que desde hace un par de décadas, la “crisis de la historia” se ha convertido en tema privilegiado de las discusiones entre los historiadores que reflexionan sobre el estado actual y el porvenir de su disciplina”. Pero, paradojalmente también el mismo autor afirma, que “…la historia jamás ha gozado de un prestigio tan grande como ahora, no solamente entre el gran público, sino también en el mundo intelectual (desde hace algunos años, la vuelta a la historia es una característica compartida por la mayoría de las ciencias sociales)” Noiriel ofrece una serie de argumentos, por medio de los cuales esboza la idea de un “diagnóstico de desintegración” de la profesión de historiador, y por lo tanto de la historia como disciplina. Los argumentos esgrimidos, en vistas a exponer dicha “crisis”, giran en torno a la idea de lo que él llama un “desmigajamiento” y una desintegración de la comunidad profesional de historiadores. Citando a Peter Novick, considera que a partir de los ochenta, un número cada vez mayor de historiadores han llegado a la conclusión de que la historia no constituye una disciplina coherente. Esto debido, fundamentalmente, al crecimiento en el número de historiadores, lo que lleva consigo una gran diversificación institucional. Señala un cierto estado de dependencia de los historiadores tanto del sistema universitario, como así también de las políticas educativas y de publicaciones comerciales. De modo que, la situación de dependencia, y el crecimiento en el número de profesionales, traen como consecuencia, las dificultades en las publicaciones de las tesis, con todo lo que ello implica (falta de discusión en la comunidad profesional), y la “burocratización” del sistema de ingreso para ocupar cargos en la universidad. Todo ello se expresa en una situación de desigualdad dentro de la misma comunidad de historiadores.

En este panorama, que con una gran profundidad expone Noiriel, plantea que “el hecho de que hoy los historiadores no sean ya capaces de ponerse de acuerdo sobre qué sea la “ciencia de la historia” es un argumento que suele aducirse para justificar el diagnóstico de la “desintegración” de la disciplina”2. Existe una multiplicación de polémicas entre los historiadores, que reflejan esta “desintegración”. Así, “la historia contemporánea tiende a convertirse en un campo de batalla que enfrenta a historiadores pertenecientes a círculos muy diferentes.”

Pero estas polémicas, no constituyen grandes controversias (se refiere particularmente a la historiografía francesa). En esta misma lógica, y con un profundo sentido crítico, pone en el centro de la cuestión la “controversia” dada entre Roland Mousnier y Ernest Labrousse acerca de si la Francia del siglo XVIII era una sociedad de corporaciones o de clases.

Con ello, asume que los actuales debates, proliferan pero no logran tocar núcleos duros de la historiografía en tanto no constituyen verdaderas “controversias”, las cuales son elogiadas como una fuente generadora de ricos trabajos historiográficos.

[…] La discusión enfrentaba a historiadores que representaban los dos polos opuestos de la disciplina (bien por sus afinidades políticas, bien por su enfoque metodológico o “epistemológico”). Pero hablaban el mismo lenguaje y compartían reglas comunes a toda la disciplina (referidas especialmente a su concepción de la verdad y de la objetividad históricas). Aguijoneados por esta controversia, vieron la luz muchísimos trabajos que enriquecieron profundamente nuestros conocimientos sobre aquella época… A pesar de las llamadas a la discusión colectiva lanzadas aquí y allí, la reflexión sobre la “crisis de la historia” no ha sobrepasado el estadio de las reacciones individuales dispersas, mientras que en países como Alemania y Estados Unidos ha suscitado un amplio debate colectivo.”

Ya que el conocimiento acerca del pasado es más rico en la medida en que la investigación histórica amplía sus métodos, revisa y corrige sus viejos supuestos, e introduce perspectivas novedosas, volveremos sobre la cuestión de las “controversias”. Pero esta vez, como un modelo que se construye, desde la recuperación de la dialéctica, y que tiene, en sí misma, un poder epistémico singular.

Debate epistemológico en Historiografía del Siglo XX: El modelo de los espacios controversiales

¿Por dónde empezar a esbozar las reflexiones de carácter epistemológicas en historiografía?

El complejo panorama por el cual hoy atraviesa esta disciplina lleva a tener que realizar opciones bibliográficas, conceptuales y metodológicas.

Como puede observarse en la proliferación de textos históricos, a partir de los años setenta, entre los temas que se debaten, no se encuentran tan solo aspectos del pasado, sino específicamente sobre la disciplina histórica. Esta reflexión epistemológica dio aportes muy valiosos para la configuración de una historiografía con particularidades y riquezas propias, en relación al siglo pasado.

Dicho esto, considero necesario sentar ciertas bases de orden meta-conceptual, como paso previo, para observar luego, el caso específico de la historiografía. Esas bases están relacionadas a modelos epistemológicos, desde los cuales podemos hacer un acercamiento al variado panorama de la disciplina histórica.

En la introducción de la obra “Espacios controversiales. Hacia un modelo de cambio filosófico y científico”, Oscar Nudler se pregunta acerca del “avance” de la ciencia y reseña tres principales respuestas, que tienen que ver con el posicionamiento referido a los modos de dichos avances. Así, en una respuesta “clásica”, se considera que la ciencia “progresa gracias a la aplicación del Método Científico”, que resulta de la combinación de la lógica con la observación. Otra es la que tiene a Thomas Khum como el principal exponente y alude al avance mediante “revoluciones científicas” que, a diferencia del modelo clásico, la ciencia progresa en función de los factores contextuales de cada época, y en particular los compartidos por la comunidad científica. Finalmente, como tercer respuesta, presenta el “anarquismo epistemológico” que considera que el progreso científico está sujeto a factores aleatorios, y que por lo tanto, no se puede atribuir dicho progreso a ningún método.

Pero desde una perspectiva un tanto más filosófica, se pregunta acerca de la posibilidad, o no, del avance en el conocimiento filosófico. Y en este sentido apunta tres respuestas: la “optimista”, la “pesimista” y la “menos popular” que afirma que la filosofía avanza gracias a “la controversia” entre posiciones o teorías opuestas; así, “esta práctica controversial permite que las distintas posiciones avancen en su grado de sofisticación, pero es un avance dentro de cada posición fundamental, no un avance de carácter global. Este último es el modelo de los “espacios controversiales”.

¿Qué es una “controversia” y qué un “espacio controversial”?¿qué papel juegan las controversias en el avance, tanto del conocimiento científico como en el pensamiento filosófico?

En un intento por reivindicar el lugar y el papel de las controversias en la ciencia y en la filosofía, Oscar Nudler sostiene que por mucho tiempo, en el campo filosófico y también el científico, las controversias han sido relegadas a un lugar totalmente secundario, o peor aún, como obstáculo para el progreso en dichos campos. Contra ello, sostiene y argumenta la idea de que “la controversia es el motor del desarrollo del pensamiento y el conocimiento”

La concepción “monoléctica” llevó a que la ciencia, durante la modernidad, consagrara la creencia que la aplicación de un método es la condición necesaria para la producción del conocimiento. Así, el método es como el “alma de la ciencia”, que encierra en sí las herramientas necesarias para su progreso, de modo que “si el método es correctamente aplicado, las controversias ni siquiera tendrían por qué surgir.”

Proponer un modelo que intente recuperar la disputa como camino para el diálogo entre teorías y doctrinas, implica; por un lado, recuperar el sentido dialéctico del mismo pensamiento humano que ya los antiguos “clásicos” habían desarrollado; y por otro lado, tocar los cimientos del domino de la modernidad y su monolectismo.

Sobre la base de una idea que sostiene que “la invención siempre se da en el disenso”, Nudler sustenta una filosofía en tensión, capaz de traer del olvido y el rechazo de la modernidad aquella negación de la controversia.

Y, en una clara posición con respecto al conocimiento científico, tampoco se opone de lleno a los “continuistas” que propugnan un proceso evolutivo de acumulación continua de conocimiento; ni a los “rupturistas” que sostienen la existencia de ciertos episodios revolucionarios que trastocan un modelo anterior con lo cual, los nuevos modelos o teorías se vuelven con respecto a aquellos, inconmensurables entre sí.

Por ello, intenta rescatar lo positivo de cada corriente y mostrar, a la vez sus limitaciones, por lo cual es posible observar una cierta continuidad en la discontinuidad que co-existen simultáneamente.

Esta posición con respecto al disenso, o más específicamente, a la controversia supone una visión de la filosofía apartada del modelo “racional” o “cientista” para quienes son absolutamente indeseables y “escandalosas”.

Siguiendo a Lakatos, acerca de los programas de investigación progresivos y regresivos, pero aplicando estas nociones a las controversias, los espacios controversiales y sus fases de desarrollo, Nudler considera que, cuando de las controversias surgen preguntas nuevas, estamos ante una fase progresiva; mientras que, si de ellas solo resultan obstáculos para el descubrimiento o profundización del conocimiento, estamos ante una fase regresiva. Valorar esto es de capital importancia, dado que, según el autor al que seguimos, las grandes revoluciones científicas siempre fueron precedidas por revoluciones filosóficas.

Para exponer con mayores detalles, en qué consiste el modelo de los espacios controversiales, podemos diferenciar entre: su estructura; y su dinámica.

Con respecto a lo primero, en los espacios controversiales, el conjunto de controversias que se encuentran, no tienen el mismo peso o jerarquía, sino que una de ellas es la central, mientras que las demás la secundan. Este es su primer rasgo estructural. Pero esa centralidad no es absoluta ni permanente, sino transitoria, razón por la cual puede ser redefinida o sustituida. Un segundo rasgo estructural alude a la relación que existe entre una controversia y las demás; por ello, un espacio controversial “es un conjunto o redes de controversias interrelacionadas”. Pero no se trata de una relación infinita, sino de controversias que de “hecho” se vinculan. Estas relaciones pueden ser “reales”, cuando debaten “realmente entre sí; o “ficcionales”, cuando se traten, por ejemplo de “diálogos controversiales imaginarios o ficticios.” Un tercer rasgo lo constituyen los elementos que integran los espacios controversiales, que el autor llama “foco” y “presupuestos”.

Aquel es la parte “visible” de la controversia, y éstos su parte “invisible”. Es decir, los elementos compartidos por las teorías o doctrinas en disenso. Para que exista controversia, no basta cualquier oposición, sino una oposición que permita reconocer elementos o puntos comunes que permita el debate. Finalmente un cuarto rasgo estructural lo conforma la relación recíproca de todos los elementos de las controversias entre sí.

Con respecto a su dinámica, se señala que los espacios controversiales cambian; y esta mutación puede darse, en función de la evolución interna o de ciertas novedades en un área; o inclusive por cambios en los factores externos a las teorías, tales como los aspectos históricos. Entre los distintos tipos de cambios, Nudler menciona la refocalización, que se da “cuando uno a más de los presupuestos básicos de un espacio controversial son sacados a luz y sometidos a discusión en la comunidad respectiva…”. El valor de la refocalización reside en que en la controversia se añade un elemento nuevo que da lugar a planteos o cuestionamientos también novedosos. Se trata, pues de un profundo cuestionamiento del common ground vigente, pero que a la vez necesita de un mínimo de aceptación por la comunidad para que logre dar a luz elementos creativos en las controversias. Otro tipo de cambio es el que se da por sustitución completa, es decir que un espacio controversial es reemplazado totalmen te por otro. Estos cambios se dan a partir de la resignificación de conceptos, lo cual permite mirar los espacios controversiales y las controversias “con ojos nuevos”.

Desde la base de una refocalización y la noción de las controversias como las fundamentales herramientas que posibilitan la “novedad”, Francisco Naishtat analiza el caso particular de las controversias historiográficas. Señala que las principales son: la controversia de “larga duración”; “la controversia de la narración”; y finalmente la “controversia de la representación del pasado a la luz de los acontecimientos traumáticos.” A los fines de este trabajo, me centraré en la segunda de ellas.

La controversia dada entre la historiografía de Annales y la del narrativismo se plantea desde la perspectiva de que, la primera intenta recuperar las “estructuras más profundas del acontecer histórico”, y poner la atención en “las fuentes”, distinguiendo la historia de la ficción y la literatura; mientras que, la línea narrativista, tras una “refocalización”, pone en el centro del debate una cuestión hasta el momento, no tenida en cuenta: “la escritura de la historia”.

[…] “si para Annales la narración aparece pegada al modelo anticuado y decrépito de la Historia Magistra, es decir, de una retórica basada en el relato épico de las grandes hazañas y de las grandes biografías, y que ve a la historia como una galería monumental de héroes y batallas, al servicio de una dudosa causa cívica que apenas disimula la política burguesa de reconciliación nacional y de ocultamiento de las opresiones subterráneas de las sociedades, de sus juegos de dominación y de los sujetos marginados e invisibilizados por las figuras retóricas de las historias oficiales, como los dementes las mujeres, los apestados, los colonizados y todas las víctimas subalternas, para el narrativismo, las pretensiones objetivistas de la nueva historia son ingenuamente realistas y heredan acríticamente la pretensión positivista de la neutralidad de la forma, como si el pasado histórico ya estuviera acabadamente en carne y hueso al frente del historiador, para ser recogido y explicado en la teoría, en vez de que sea el historiador quien, copernicanamente, imprima al pasado su forma retórica y narrativa, dejando traslucir la mediación conceptual y estilística del historiador, que cada vez los datos y las fuentes subdeterminan, dejando espacio para un juego de composición entre la fuente propiamente dicha y el historiador.”

Se trata, pues de una controversia en orden entender que la narración conforma un sustrato inherente a la escritura de la historia; pero que es observable gracias al modelo de los espacios controversiales. Por ello, a continuación expondremos algunos aspectos de esta controversia en torno a la tesis narrativista, desde las reflexiones de Hayden White y Michel de Certeau.

A modo de caso: la controversia narrativista entre Hayden White y Michel de Certeau

Gérard Noiriel, al referirse a las cuestiones más debatidas por los historiadores en el siglo XX, expresa:

[…] “Si me he resignado a entrar en el debate de los problemas de la “objetividad” o de la “verdad” históricas, de las relaciones entre “realidad” y “ficción”, “ciencia” y “relato”, etc. es únicamente porque hoy estas cuestiones ocupan el centro de las polémicas que dividen a los historiadores.”

Por ello mismo, presentaré algunos aspectos por los cuales considero que, las visiones historiográficas propuestas, por un lado por Hayden White; y por otro por Michel de Certeau, poseen importantes puntos de acuerdos, como por ejemplo compartir el modelo de la tesis narrativista. Pero también disienten en otros, como por ejemplo: línea narrativista que sigue H. White le ha permitido afirmar que el conocimiento histórico es más bien de tipo literario que científico; mientras que el narrativismo postulado por M. De Certeau lo orienta más hacia una narración de carácter científico.

3-1. Hayden White y la historia como construcción literaria:

No pocos historiadores concuerdan con que Hayden White es un influyente personaje para la reflexión historiográfica actual. Su interés de análisis se ha centrado más en aspectos de la escritura de la historia que sobre las cuestiones de orden fáctico. Su idea fuerza gira en torno a defender la historia como punto intermedio entre la ciencia y el arte. Como conocimiento científico, la historia fue profundamente estudiada, pero no así su faceta artística.

En la introducción de su obra Metahistoria, expresa que para él la “obra histórica” es “una estructura verbal en forma de discurso de prosa narrativa que dice ser un modelo, o imagen, de estructuras y procesos pasados con el fin de explicar lo que fueron representándolos.”

El autor cuestiona la clásica distinción entre discursos realistas y discursos de ficción, afirmando que aún en la tarea del historiador, existe una cierta trama inventiva, pues de hecho, al ordenar los datos, alejándose de la simple “crónica” de los acontecimientos, crea un relato en el que él mismo jerarquizó, atribuyó significado y organizó el dato histórico.

[…] “A veces se dice que la finalidad del historiador es explicar el pasado “hallando”, “identificando” o “revelando” los “relatos” que yacen ocultos en las crónicas; y que la diferencia entre “historia” y “ficción” reside en el hecho de que el historiador “halla” sus relatos, mientras que el escritor de ficción “inventa” los suyos. Esta concepción de la tarea del historiador, sin embargo, oculta la medida en que la “invención” también desempeña un papel en las operaciones del historiador. El mismo hecho puede servir como un elemento de distinto tipo en muchos relatos históricos diferentes, dependiendo del papel que se le asigne en una caracterización de motivos específica del conjunto al que pertenece.”11 Así, el lenguaje que utiliza el historiador asume una función narrativa y dicha narración histórica posee los mismos componentes que la literatura y puede ser analizada, a partir de los mismos recursos poéticos y estilísticos que aquella. De modo que esta visión, alejándose de la concepción objetivista, propone analizar el proceso de investigación histórica mediado por estructuras lingüísticas que le vienen impuestas al historiador por el contexto cultural en el que se halla inserto. Este análisis de la escritura de la historia lo realiza a través de dos grandes niveles. Por un lado el “nivel manifiesto” en el que el historiador utiliza distintas estrategias explicativas; y por otro lado el nivel más profundo, al que dedica mayor atención, el “lingüístico”.

El historiador se formula interrogantes que van desde los más fenoménicos hasta los niveles más profundos. Aquellos se preguntan acerca de los hechos mismos, por ejemplo “¿qué, cómo, y porqué sucedieron las cosas de determinado modo y no de otro?”. Mientras que éstos sugieren planteos más profundos, que atribuyen significado como por ejemplo, “¿qué significa todo eso?”, “¿cuál es el sentido de todo eso?”. Estas preguntas “tienen que ver con la estructura del conjunto completo de hechos considerado relato y otros relatos que podrían ser “hallados”, “identificados” o “descubiertos” en la crónica.

A estas formulaciones se pueden responder de diversas maneras: la explicación por la trama; la explicación por la argumentación; y la explicación por la implicación ideológica.

Con respecto a la explicación por la trama, White la define como “la que da el “significado” de un relato mediante la identificación del tipo de relato que se ha narrado.” Así, “el tramado es la manera en que una secuencia de sucesos organizada en un relato se revela de manera gradual como un relato de cierto tipo particular.” Entre los distintos tipos de trama se encuentran el romance, la comedia, la tragedia, la sátira, o inclusive la épica.

De modo que no hay escrito histórico que no se constituya desde una trama en particular. Todo escrito histórico, en este sentido es “entramado”.

Los primeros cuatro modos “arquetípicos” de relato “proporcionan un medio de caracterizar los distintos tipos de efectos explicativos que un historiador puede esforzarse por alcanzar en el nivel de la trama narrativa.” En cuanto al nivel de la explicación por la argumentación, White señala que ésta “ofrece una explicación de lo que ocurre en el relato invocando principios de combinación que sirven como presuntas leyes de explicación histórica.” En este nivel, el historiador construye una “argumentación nomológico-deductiva” que puede ser analizada a modo de un “silogismo”, en el que la premisa mayor es una ley universal de relaciones causales y la premisa menor las “condiciones límite en que aquella es aplicable”, y una conclusión en la que los hechos ocurridos son deducciones lógicas de aquellas premisas.

En este nivel, White propone la distinción entre “cuatro modelos” de explicación histórica, considerada como argumento discursivo: el formista, el organicista, el mecanicista y el contextualista. El modelo formista busca la identificación exclusiva de los objetos del campo histórico, de modo tal que culmina su tarea explicativa cuando ha logrado identificar y referenciar los objetos históricos, sean éstos individuales o colectivos, particulares o universales, concretos o abstractos. Este modo tiende a ser “dispersivo”, dado que sus explicaciones carecen de “precisión” conceptual.

La hipótesis organicista observa lo particular como componente de procesos sintéticos, y por ello es más integrativo que el anterior. De modo tal que “el historiador organicista tenderá a ser gobernado por el deseo de ver las entidades individuales como componentes de procesos que se resumen en totalidades que son mayores que, o cualitativamente diferentes de, la suma de sus partes.” La hipótesis mecanicista, que tiende a ser reductiva antes que sintética, observa los actos de los agentes del campo histórico como manifestaciones de “agencias” extrahistóricas; y gira en torno a la “búsqueda de las leyes causales que determinan los esenlaces de procesos descubiertos en el campo histórico”. El mecanicista busca hallar las “leyes” que gobiernan la historia. De tal manera, “las entidades individuales son menos importantes como evidencia que las clases de fenómenos a los que puede demostrarse que pertenecen.

Pero estas clases, a su vez son menos importantes para él que las leyes que supuestamente sus regularidades ponen de manifiesto.” De modo tal que la obra del historiador llega a su término cuando éste “ha descubierto las leyes que supuestamente gobiernan la historia del mismo modo que se supone que las leyes de la física gobiernan la naturaleza.” Finalmente la hipótesis contextualista sostiene que los acontecimientos pueden ser explicados desde el “contexto” en el que ocurren. La explicación de los sucesos históricos es de tipo “funcional”, esto es, una explicación desde la consideración de las interrelaciones existentes entre los agentes y las agencias que intervienen en el campo de un determinado momento. El alcance de este mecanismo llevaría a superar las limitaciones de las hipótesis anteriores y alcanzar una “integración relativa de los fenómenos discernidos en provincias finitas del acontecer histórico en términos de “tendencias” o fisonomías generales de períodos y épocas.” Para lograr esto, se deben determinar los “hilos” que ligan a los sujetos y a las instituciones entre sí.

De estos cuatro modelos, el formismo y el contextualismo han predominado entre los historiadores y se configuran como la ortodoxia de la explicación histórica, mientras que el mecanicismo y el organicismo representan la “heterodoxia” del pensamiento histórico, devenida en un tipo de “filosofía de la historia”, al estilo de Hegel y Marx. Cuestión ésta, que expresa el carácter ideológico que subyace en cada uno de estos modelos. Por ello mismo, H. White expone una explicación por implicación ideológica, entendiendo por “ideología” el “conjunto de prescripciones para tomar posición en el mundo presente de la praxis social y actuar sobre él (ya sea para cambiar el mundo o para mantenerlo en su estado actual)”.

Postula cuatro posiciones ideológicas en la misma línea de pensamiento de Karl Mannheim: el anarquismo, el conservadurismo, el radicalismo y el liberalismo. Éstas no son consideradas desde el punto de vista de posiciones políticas o partidarias, sino como “diferentes actitudes con respecto a la posibilidad de reducir el estudio de la sociedad a una ciencia y la deseabilidad de hacerlo”. Entonces, el historiador al optar por una forma de relato histórico, dicha forma tiene una implicancia ideológica bien de terminada. Estas cuatro ideologías observan el “cambio social” como un hecho “inevitable”, pero se diferencian entre sí porque los conservadores ven al futuro como una continuación del presente, mientras que los radicales como rechazo. Por su parte, los liberales ven el cambio social como un mejoramiento de las actuales condiciones históricas y finalmente los anarquistas idealizan un pasado remoto.

Pero las tres estrategias explicativas se combinan entre sí, a los fines de lograr la explicación histórica. Por ello White expone seguidamente la combinación particular de los modos de tramar, de argumentar y de implicación ideológica. Esta combinación no puede ser arbitraria sino coherente entre modos afines.

El cuarto nivel es el de las estructuras profundas, es decir el lingüístico, que funda la poética del discurso histórico o artefacto literario a partir de la pre-figuración. La prefiguración es el acto anterior a la aplicación de los conceptos a los datos del campo histórico. Por ello, es un acto de tipo poético y lingüístico que debe realizar el historiador.

[…] “El problema del historiador consiste en construir un protocolo lingüístico completo, con dimensiones léxica, gramatical, sintáctica y semántica, por el cual caracterizar el campo y sus elementos en sus propios términos (antes que en los términos con que vienen calificados en los propios documentos), y así prepararlos para la explicación y la representación que después ofrecerá de ellos su narración. Este protocolo lingüístico pre-conceptual a su vez será –en virtud de su naturaleza esencialmente prefigurativa- caracterizable en términos del modo tropológico dominante en que está expresado.”

Es decir que esta pre-figuración es el fundamento desde el cual se estructurará el relato y se aplicarán las teorías explicativas. Por ello, el lenguaje provee las diversas formas de construir un objeto, y de fijarlo en una imagen o concepto. Y dicha construcción se orienta en torno a la búsqueda de elementos que permitan tramar series de acontecimientos y dotarlos de significado.

Las estrategias explicatorias con las que cuenta el historiador son, principalmente cuatro, que a su vez responden a los “cuatro principales tropos del lenguaje poético”. Así es como el autor propone la teoría de los tropos que “proporciona una base para clasificar las formas estructurales profundas de la imaginación histórica en determinado período de su evolución.”

Dichos tropos son: la metáfora, la metonimia, la sinécdoque y la ironía.

De estos cuatro, la ironía tiene un lugar privilegiado como figura crítica.

Funciona afirmando de forma tácita la negativa de lo afirmado positivamente en el nivel literal o a la inversa. Presupone que el lector es capaz de conocer el absurdo de lo designado figurativamente. La ironía en el discurso histórico es una figura retórica y a la vez es utilizada como una táctica discursiva que permite criticar el uso del lenguaje figurativo en dicho discurso.

En cuanto relato histórico, distingue la crónica del relato. Aquella es la clasificación de los acontecimientos ordenados sucesivamente según ocurrieron; de modo tal que se restringe al mero registro de acontecimientos.

Pero se transforma en relato cuando algunos de los sucesos apuntados se vuelven términos de motivos inaugurales, finales o de transición. De manera tal que el relato supone una cierta “organización de los hechos de la crónica como componentes de un espectáculo o proceso de acontecimientos, con un comienzo y fin discernibles.”

La crónica detalla lo que sucedió, mientras que la narración implica una producción de significado que construye el historiador y que por lo tanto no está presente en la crónica. El historiador construye una trama de los acontecimientos y por eso, su imaginación es fundamental en este proceso.

La fuerza explicativa de la narración histórica está relacionada, no con la lógica deductiva, sino con la función poética, es decir con la lógica modal, llamada abducción, que se da en tres pasos: “indudablemente es debido sólo al tropo, y no a la deducción lógica, que una serie dada de acontecimientos pueda ser [primero] representada en el orden de una crónica; [segundo] transformada por el relato en fases identificables de comienzo, nudo y fin; y [tercero] constituida como el tema de cualquier argumento formal que pueda aducirse para establecer su significado, ético o estético, según el caso.”

Siguiendo con este nivel de argumentación, White señala que no se puede escribir cualquier forma de narración sobre los acontecimientos, sobre todo de aquellos acontecimientos problemáticos o trágicos. Como por ejemplo, la narración de los acontecimientos del Holocausto no toleraría el tipo de discurso figurativo dado que éste de alguna forma llega a distorsionar o encubrir los acontecimientos. De modo tal que no todos los recursos estilísticos resultan viables para contar cualquier serie de acontecimientos.

Por lo expuesto, White entiende que el lenguaje interviene muy directamente en la construcción de las narraciones históricas y que por ello mismo pareciera configurarse como una “pseudociencia”, por el hecho que “la historia permanece en el estado de anarquía conceptual en que estaban las ciencias naturales en el siglo XVI, cuando había tantas concepciones diferentes de empresa científica como posiciones metafísicas.”14 De esta manera, en cuanto a la cientificidad de la historiografía, White parece negarla en términos positivos, pero llega a afirmar que “aunque no podamos lograr un conocimiento propiamente científico de la naturaleza humana, podemos obtener algún tipo de conocimiento acerca de ella, el tipo de conocimiento que la literatura y el arte en general nos dan ejemplos fácilmente reconocibles.”

3-2. Michael de Certau y la narración histórica:

Michel de Certeau en su obra “Escritura de la Historia” plantea la estrecha relación entre la labor historiográfica con el poder y la representación del otro. En el prólogo, analiza la obra de Jan Van Der Straet, de finales de siglo XVI, en la que se presenta a América como la mujer desnuda frente al explorador Amerigo Vespucci, quien se halla de pie en actitud de superioridad.

Este retrato es la imagen de la relación de poder que lleva consigo la escritura de la historia. “Esta imagen erótica y guerrera tiene un valor casi mítico, pues representa el comienzo de un nuevo funcionamiento occidental de la escritura.”

Escribir la historia es un acto de dominio que se escribe en el cuerpo de un “otro” exótico y postrado. Es, desde esta analogía propuesta, la colonización por el discurso de poder, dador de sentido de aquello que aún no tiene nombre, que se halla en un punto inicial de “la historia” de occidente.

Es la página en blanco sobre la que se trazarán los deseos y la voluntad de poder de occidente.

“Lo que se esboza de esta manera es una colonización del cuerpo por el discurso del poder, la escritura conquistadora que va a utilizar al Nuevo Mundo como una página en blanco (salvaje) donde escribirá el querer occidental. Esta escritura transforma el espacio del otro en un campo de expansión para un sistema de producción.”

La escritura es fundamentalmente una práctica, inclusive antes que ser un discurso, ya que éste es el resultado de aquel. Es el modo en como las tradiciones son sustituidas y los mitos convertidos en “textos” producidos. Esta práctica se va construyendo bajo un modelo. El “modelo científico” capaz de organizar un discurso que sea comprensible hoy.

“Hasta ahora inseparable del destino de la escritura en el Occidente moderno y contemporáneo, la historiografía conserva, sin embargo, la particularidad de captar la creación escriturística en su relación con los elementos que recibe, de operar en el sitio donde lo dado debe ser transformado en construido; de construir representaciones con material del pasado, de situarse finalmente en la frontera del presente donde es necesario convertir simultáneamente la tradición en un pasado (excluirla), y no perder nada de ella (explotarla con métodos nuevos)”

Como construcción científica, la historiografía está esencialmente asociada al poder, dado que éste constituye su apoyo fundamental. En este sentido Michel De Certeau expone que la historiografía de los siglos XVI y XVII, legitima el poder, y a la vez elabora una ciencia de la práctica del poder. De este modo, el historiador es el técnico que establece las estrategias necesarias de legitimación al servicio del príncipe. “Esta ciencia es estratégica por su objeto, la historia política. Lo es también, en otro terreno, por su metodología en el manejo de datos, archivos o documentos.” Su creación es una “ficción”. Y la ficción consiste en que el historiador, juega al príncipe sin serlo, ofrece un discurso permitido por el poder, separado del poder, pero a su servicio. Su erudición produce un discurso organizador del espacio, en el que el pasado se vuelve una ficción del presente.

De lo expuesto hasta aquí podemos afirmar que en cierta manera, De Certeau analiza la historia, pero no desde la perspectiva de la forma, sino particularmente desde su práctica. De hecho, el autor ve en la práctica de la escritura de la historia un ejercicio que lleva consigo la paradoja de “lo real y el discurso”. Así es como plantea que la tarea de la historia es unir o tratar de unir ambos aspectos, por ello se pregunta “¿qué alianza existe entre la escritura y la historia?”

Referenciando la obra de Jules Michelet, presenta la tarea del historiador como la visita “a los muertos” donde ellos, “como fantasmas se meten en la escritura, solo cuando callan para siempre.” Ese fantasma es “el otro”, objeto de la historiografía que lo “busca, lo honra y entierra”. La historia científica, es ordenadora y dadora de sentido de aquel otro, pero paradójicamente, esta acción “trata de calmar a los muertos que todavía aparecen y ofrecerles tumbas escriturísticas”.

La escritura es entendida como el discurso de la separación entre el sujeto y el objeto; el presente y el pasado; la historia y la tradición; el trabajo y la naturaleza, y desde ésta, el discurso y el cuerpo (social). Así, en la historia hay un desfasamiento entre el “silencio” de ese pasado y el lugar donde se produce el discurso sobre él.

“La violencia del cuerpo llega hasta la página escrita por medio de la ausencia, por medio de los documentos que el historiador pudo ver en una playa donde ya no está la presencia que los dejó allí, y a través de un murmullo que no permite oír, como venido de muy lejos, el sonido de la inmensidad desconocida que seduce y amenaza al saber.”

Como dijimos, la historiografía occidental moderna supone la separación sujeto-objeto. Ya que el pasado es un “otro” entendido como un cuerpo pasible de ser leído, el sujeto de la historiografía es quien “sabe decir” lo que aquel calla. En este sentido, el historiador es un “erudito” capaz de leer e interpretar aquel misterioso silencio. Los textos historiográficos son el producto de esta erudición.

Pasado/presente es la otra separación que realiza la historiografía. Esto lleva al historiador a dividir “períodos” y tratar “por turnos” cada uno de ellos, pero siempre desde el distanciamiento del presente. A su vez cada período, visto como “nuevo”, lo es en relación a las etapas anteriores. Pero lo “nuevo”, claro está, es el “cuerpo muerto” del pasado, construido e interpretado voluntariamente por el historiador, quien selecciona lo que debe rescatarse y lo que debe olvidarse. No obstante esta selección, lo rechazado resucita y resiste y por ello aquel armónico progreso “vuelve, a pesar de todo, a insinuarse en las orillas y en las fallas del discurso.” Lo olvidado resiste.

A diferencia de otras construcciones sobre la historia, como por ejemplo la que realizan en la India, occidente se obsesiona con la muerte. De allí se entiende su relación con el tiempo, pues se niega a la pérdida y por ello, convierte ese pasado en saber.

“La historiografía trata de probar que el lugar donde se produce es capaz de comprender el pasado, por medio de un extraño procedimiento que impone la muerte y que se repite muchas veces en el discurso, procedimiento que niega la pérdida, concediendo al presente el privilegio de recapitular el pasado en un saber. Trabajo de la muerte y trabajo contra la muerte.”

La escritura establece una distancia entre el aparato explicativo, que siempre es presente; y el material explicado, es decir los documentos del pasado. Introduce un nuevo criterio de “verdad”, en el que deja de ser “lo que se manifiesta, para convertirse en lo que se produce y adquiere, por lo tanto, una forma “escriturística”. Esta mutación devenida de la idea de “producción” trae consigo dos problemas: la remisión del “hecho” a lo que ha hecho posible (“génesis”); y la coherencia entre fenómenos, es decir el encadenamiento (“series”), lo cual exige llenar las lagunas. El historiador establece una trama entre la temporalidad y la estructura con lo cual sustituye el conocimiento del tiempo por lo que está en el tiempo. La laguna exige siempre al historiador a escribir más. Ésta es la historia entendida como “arqueología”. “…el historiador sólo puede escribir uniendo en la práctica al “otro”, que lo impulsa a andar, con lo “real”, al que sólo representa en ficciones.” Es necesario siempre recordar que una lectura del pasado, por más controlada que esté por el análisis de los documentos, siempre está guiada por una lectura del presente. Una y otra se organizan, en efecto, en función de problemáticas impuestas por una situación.

Como diría De Certeau, “Están como embrujadas por cuestiones previas, es decir, por “modelos” de interpretación, ligadas a una situación presente.” Esta “operación historiográfica” es el análisis del lugar desde donde habla e investiga aquel que hace historia. De allí que entiende que las prácticas y las reglas que producen la obra histórica surgen a partir de los conflictos sociales y la presión que ejerce el grupo de historiadores dominantes. Por ello, el historiador sostiene un “nosotros” en la escritura que es la convención, que expresa la relación de la obra historiográfica con la institución a la que se dirige, pues el principal destinatario de su obra es la institución académica, con su sistema propio de permisos y prohibiciones.

Por otra parte, De Certeau señala que en la explicación histórica se producen dos movimientos contrarios, el primero de narrativización del discurso histórico, pasaje del contenido a su expansión, es decir de un modelo acrónico a una secuencia cronológica. El segundo es de semantización del material, pasaje de acontecimientos a series de enunciados, a la constitución de secuencias históricas programadas. El resultado de este proceso es la verosimilitud del discurso histórico que puede ser verificada bajo la forma de la narración, la cual requiere de una autoridad que le otorgue confiabilidad. De modo que el criterio de verdad, alejándose del criterio objetivista aplicable a las ciencias duras, es la coherencia entre los objetos, los actores y las prácticas que imprimen al relato histórico de la verosimilitud desde la categoría de la sucesividad de los acontecimientos y datos del campo histórico.

La verdad “científica” de la historia está por tanto determinada por un conjunto de elementos tales como las reglas, las prácticas, los conceptos y las teorías dominantes, en un contexto bien definido. Por ello, el conocimiento histórico, desde esta perspectiva se produce dentro del lenguaje.

A MODO DE CONCLUSIÓN: NARRACIÓN LITERARIA Y NARRACIÓN HISTORICA

El recorrido trazado hasta aquí, nos ha permitido elaborar algunas ideasrelativas al panorama actual del debate epistemológico en la historiografía de siglo XX.

En primer lugar, el planteamiento de su estado, más allá de la diversidad de posturas con respecto a su situación de “crisis”, evidencia el dinamismo propio del estudio de aspectos relativos a la vida social del hombre. Esta situación, emergente de la misma condición humana, toca de lleno la pretensión modernista de construir, cual nueva creencia casi mítica, una ciencia social, o una historiografía desde la matriz rígida proveniente de las ciencias de la naturaleza. Por lo tanto, que hoy se entrecrucen nuevos modelos científicos para el abordaje de la historia, es un claro síntoma de labor intelectual con lo que, la historia dialoga con la filosofía, para obtener de este diálogo nuevas herramientas conceptuales en vistas a la reflexión del propio quehacer histórico.

El encuentro de la ciencia con la filosofía puede abrir nuevas betas de conocimiento y con ellas, nuevos modos de acercamientos al campo histórico.

Es un hecho que entre la comunidad científica ha habido, en estos últimos tiempos un movimiento de encuentro con la filosofía. Esto, ya sea por la formación filosófica en un número cada vez mayor de historiadores; o por la necesidad de dar nuevas respuestas científicas en un marco de profundas transformaciones sociales.

Por otro lado, en este marco de debates, se vuelve la mirada hacia el historiador mismo y su rol histórico. De manera que la discusión acerca de la identidad de la disciplina histórica, encierra en sí misma, la identidad del propio historiador. Ya sea éste visto como “narrador” o como “erudito”, posee un rol social que demanda de la comunidad científica la promoción de la controversia, puesto que de ella pueden surgir nuevos caminos del saber histórico.

Cuando no hay controversia, no hay diálogo, sino monólogo y hegemonía científica. En tal caso, la ciencia pierde su propio poder de invención, de novedad y creatividad. De hecho, los avances científicos más ventajosos y fructíferos han emergido desde el disenso.

La historiografía, al plantear específicamente el “modo de escribir” la historia, ha provocado un giro de interés sumamente rico. Esta refocalización, abrió la historia hacia un nuevo diálogo con la lingüística y la filosofía. Por ello, la controversia en torno a la narración se encuentra en una evidente etapa progresiva, puesto que inspira nuevas construcciones teóricas. Se piensa y se revisa lo que se daba por supuesto y ya asumido.

El debate controversial plasmado en torno a la “escritura de la historia”, a través de las miradas de H. White y M. De Certeau permiten a su vez, descubrir el eje central dentro de este espacio controversial: la construcción del relato histórico es una narración pero ¿lo es como construcción literaria o como construcción científica?. Desde la estructura de los espacios controversiales, esta disputa genera otros replanteos secundarios como la necesidad de revisar el criterio de verdad, y la idea de verosimilitud; el sentido de las “fuentes” históricas; la presencia de la base ideológica en el historiador; la puesta en tela de juicio del criterio de objetividad y neutralidad científica, etc.

La narración ha cobrado vital importancia en este cambio epistemológico, pues el historiador, como narrador de los hechos sociales, ofrece una descripción del pasado, pero desde un conocimiento relativizado por el tiempo futuro. Las frases narrativas, el relato y la narración, constituyen para el historiador el puente hacia aquel pasado, y como tal, no puede pretenderse encontrar en él afirmaciones categóricas de carácter absoluto, todo lo contrario, su comprensión y explicación del pasado, es ofrecido desde la relatividad del conocimiento, a la espera de la controversia. Esta postura con respecto al acercamiento al pasado logra ubicar la cuestión de las fuentes en historia en un lugar, al menos secundario. En efecto, la preocupación acerca de la verosimilitud o no de ciertas fuentes históricas cede su espacio de centralidad a otro, un tanto más periférico. La historia como narración nos enfrenta, en definitiva con un acercamiento a la historia “total” en el que el “registro” no se encuadra tan solo con fuentes testimoniales, documentales, sino que la misma “vida” del hombre en tanto “relato” puede rescatarse desde el anonimato.

Estas reflexiones nos permiten esbozar los perfiles de una historiografía que asume la historia no como una reconstrucción de tipo arqueológica del pasado, sino que fundamentalmente se entiende comprometida con el presente. Una historiografía que no teme a la “ideologización” de sus teorías, miradas y recortes históricos, puesto que rechaza la otrora codiciada “neutralidad”. ¿Acaso hay que temer llamar las cosas como son? Por mucho tiempo, la historia pretendió construirse desde la asepsia para evitar todo tipo de ligazón ideológica, pero tal posicionamiento no era más que la funcional hipocresía de una “historia positivista puramente erudita y descriptiva... consciente y perezosamente neutra, acrítica y complaciente con los poderes y las jerarquías dominantes en todo el planeta, proveyendo además a estos últimos de las necesarias versiones legitimadoras de la historia oficial…”

Personalmente considero que todos estos cuestionamientos constituyen una rica beta a profundizar por parte de la historiografía del nuevo milenio; pero que merecen una mayor profundización y debate.

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