El niño tiene la apariencia que corresponde a su edad, pero una forma de ser que esquivó años y que maduró a los golpes. El niño se llama Mauro, pertenece a una familia humilde de inmigrantes, es hijo de un policía en actividad y una madre desocupada; tiene tantos hermanos como días de la semana y todos son menores que él. Poco importan la fecha y el lugar exactos en donde se encuentra Mauro; lo que sí es relevante es lo que está haciendo, porque es esto lo que lo motivará a tomar una decisión que terminará por enfrentarlo a su propio destino.
Mauro está sentado en el pasto a un costado de la olvidada vía de trenes, cercana a la igualmente descuidada Plaza de los Inmigrantes –ahora de las Colectividades. El muchacho que reparte su tiempo entre las changuitas, esta vez decide hacerse un momento para inhalar Poxirán. Y lo hace desde una bolsita transparente que sostiene con sus desgastadas manos de lustrabotas. El ritmo de su respiración se confunde vertiginosamente con el de la aspiración y así también se van confundiendo su percepción de la realidad y sus sensaciones.
Probablemente, luego de aspirar el pegamento, ya no sea Mauro, ese niño que a pesar de arrastrar su inocencia, jugaba con sus hermanitos y colaboraba en las tareas de su casa, feliz de hacerlo. Después de aspirar la sustancia, Mauro (el ‘nuevo’ Mauro) se levanta y saca una pistola calibre 22 y extraviado, perdido, mira para todas partes buscando un destino, un rumbo, tal vez ese que perdió, o quizás ese que la vida le negó. Mauro reconoce un negocio y se dirige ahí rápidamente. Al llegar y sin notar que casi lo atropellan cuando cruza la calle, amenaza con el arma a la cajera y le roba toda la plata, quedando insatisfecho y molesto.
Mientras tanto el destino quiso que un policía advierta lo que sucede y se aproxime sigilosamente hasta el comercio. Ya en la puerta, el oficial, un hombre de apariencia sencilla, con una mirada honesta y sincera, sorprende al niño de espaldas en la caja fuerte y le exige que suelte el arma y se entregue. Luego de un instante de duda, el chico decide jugarse la vida y cuando intenta girar recibe un certero balazo en el costado del pecho.
En el último aliento de vida, con lágrimas en los ojos y con un dolor que de a poco va desapareciendo, Mauro alcanza a reconocer en el rostro del agente a su padre, quien también lo identifica. El oficial siente un peso en el cuerpo que lo derrumba, cae de rodillas y extravía la mirada en quien sabe qué lugar de su interior; el policía siente un profundo e insoportable dolor y una inmensa culpa y decide hacerse justicia como muchos lo harían. El padre se dispara en la cabeza y su cuerpo cae junto al de su hijo.
íl Víctor